El coronel no tiene quien le escriba by Gabriel García Márquez

El coronel no tiene quien le escriba by Gabriel García Márquez

autor:Gabriel García Márquez
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Narrativa
publicado: 1961-01-01T05:00:00+00:00


V

—Espérese y le presto un paraguas, compadre.

Don Sabas abrió un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubrió un interior confuso, con botas de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una sombrilla de mujer. El coronel pensó en los destrozos de una catástrofe.

«Gracias, compadre», dijo acodado en la ventana. «Prefiero esperar a que escampe.» Don Sabas no cerró el armario. Se instaló en el escritorio dentro de la órbita del ventilador eléctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipodérmica envuelta en algodones. El coronel contempló los almendros plomizos a través de la lluvia. Era una tarde desierta.

—La lluvia es distinta desde esta ventana —dijo—. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo.

—La lluvia es la lluvia desde cualquier parte —replicó don Sabas. Puso a hervir la jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio—. Este es un pueblo de mierda.

El coronel se encogió de hombros. Caminó hacia el interior de la oficina: un salón de baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo, amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas lo siguió con una mirada completamente vacía.

—Yo en su lugar no pensaría lo mismo —dijo el coronel.

Se sentó con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado sobre el escritorio. Un hombre pequeño, voluminoso pero de carnes fláccidas, con una tristeza de sapo en los ojos.

—Hágase ver del médico, compadre —dijo don Sabas—. Usted está un poco fúnebre desde el día del entierro.

El coronel levantó la cabeza.

—Estoy perfectamente bien —dijo.

Don Sabas esperó a que hirviera la jeringuilla. «Si yo pudiera decir lo mismo» se lamentó. «Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre.» Contempló el peludo envés de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra negra sobre el anillo de matrimonio.

—Así es —admitió el coronel.

Don Sabas llamó a su esposa a través de la puerta que comunicaba la oficina con el resto de la casa. Luego inició una adolorida explicación de su régimen alimenticio. Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla blanca del tamaño de un grano de habichuela.

—Es un martirio andar con esto por todas partes —dijo—. Es como cargar la muerte en el bolsillo.

El coronel se acercó al escritorio. Examinó la pastilla en la palma de la mano hasta cuando don Sabas lo invitó a saborearla.

—Es para endulzar el café —le explicó—. Es azúcar, pero sin azúcar.

—Por supuesto —dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste—. Es algo así como repicar pero sin campanas.

Don Sabas se acodó al escritorio con el rostro entre las manos después de que su mujer le aplicó la inyección. El coronel no supo qué hacer con su cuerpo. La mujer desconectó el ventilador eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigió al armario.

—El paraguas tiene algo que ver con la muerte —dijo.



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